El Diente Eterno


El hambre se apoderó de mí. Era un hambre voraz, incontenible, insana e incontrolable. Las visiones indicaban que había llegado la hora, sin duda alguna. Los gusanos y las larvas caminaban sobre mis ojos, a varios centímetros de distancia, como si una cristalera invisible y completamente imperceptible me separara de aquellos suculentos insectos. 

Todo estaba oscuro y, sin embargo, yo podía verlos. ¿¡Cómo no verlos, si eran un manjar!? Sus cuerpos se retorcían sobre sí mismos, sus apéndices convulsionaban de forma nerviosa mientras caminaban sobre aquella barrera de aire que nos alejaba. Sus cáscaras crujían con cada movimiento, con cada peristaltismo de sus blandos cuerpos. Sus pequeños ojos me miraban, inconsciente de la voracidad que infectaba mi sangre. Mi estómago rugía y se inundaba de ácidos digestivos, reclamando su aperitivo, espesando mi aliento. El calor manaba a través de mi garganta, y mi boca salivaba sin cesar. Sin embargo, no fui capaz de moverme para saciar mi apetito. 

Estaba tumbado en alguna parte, sobre una superficie fría y lisa. No sabía dónde me encontraba, pero sabía que mi hora había llegado sin remedio. Una brisa gélida acarició mi piel y, seguidamente, la oscuridad comenzó a disiparse, como si no fuera más que un velo irreal. Los gusanos, ¡los deliciosos gusanos!, se esfumaron como una simple niebla, y una blancura y un resplandor de gran intensidad inundaron el lugar y me cegaron por unos segundos. Mis ojos se abrieron como platos y se fijaron en el techo de la habitación. Los notaba secos e irritados, pero no parpadeé para aclarármelos. Cogí aire profundamente y tragué saliva, y después pasé mi lengua alrededor de mis labios pelados. 

Me sentía dolorido y caliente, como si tuviera fiebre, y seguía teniendo hambre. Pasados varios minutos mi vista se afinó finalmente y pude observar mi hogar. Miré en todas direcciones con lentitud parsimoniosa, observando las paredes blancas y acolchadas, el suelo liso y sin vida, la cama metálica y estrecha en la esquina y la puerta pálida y solitaria. Era demasiado espacio, pensaba, para alguien como yo; no tenía ninguna afición, solo comer insectos, aquellos sabrosos insectos que me visitaban cada noche, que me miraban y me susurraban con sus pequeñas bocas dentadas. 

Me levanté lentamente y con cuidado de no caerme, ya que tenía los brazos vueltos por delante de mi cuerpo y atados a la espalda, atrapados por aquella extraña y molesta camisa áspera y blanca. La gélida brisa volvió a acariciarme. Poco después, dos golpes hicieron temblar el suelo de la sala y retumbaron violentamente. Yo me di la vuelta hacia la puerta y lo vi sin inmutarme: era ÉL. Me había prometido que vendría, y allí estaba. Sonreí mientras le miraba, mientras mi estómago volvía a pedirme alimento: era magnífico ¡magnífico! ¡grandioso! Su piel era blanda y verdosa, como la de una rica larva; tenía forma humanoide, pero yo sabía que esa no era su verdadera naturaleza; no tenía pelo, ni orejas, ni nariz, ni ombligo, ni senos, ni órgano reproductor; era una hermosa figura de más de tres metros de alto, con dos ojos compuestos, como los de las moscas, y con una boca repleta de dientes, estos sí, humanos, y una lengua rosada y húmeda. Su piel pétrea, y jugosa a la par, brillaba con gran intensidad y me inducía a desearla aún más. 

Clavó sus ojos en mí y dio dos pasos más mientras abría su boca de par en par y preparaba sus garras para darme el prometido abrazo final. Cuando ya se encontraba casi sobre mí, el ser se detuvo con expresión de horror. Se llevó las manos a la boca, claramente dolorido, y su cuerpo comenzó a temblar súbitamente. De repente, su cuerpo se quedó rígido como una estatua y comenzó a aullar de dolor mientras su boca se abría como un túnel hacia el abismo. Me miró con espanto y yo, que también me había quedado paralizado, observé fascinado cómo sus dientes incisivos superiores comenzaban a crecer desproporcionadamente a lo largo y a lo ancho. 

Me quedé sin aliento al ver lo que estaba sucediendo. ¿Qué iba a ser de mí? ¿Cumpliría su promesa? Aparentemente no podría hacerlo… Los dientes de la criatura siguieron creciendo sin parar y él siguió gritando al compás de su sufrimiento. Al final, después de un rato, cuando empecé a pensar que aquellos enloquecidos dientes iban a crecer hasta el infinito, el ser cayó de espaldas y murió. A pesar de estar muerto seguía rígido cual roca y los dientes, que se habían hecho de un metro de longitud aproximadamente, apuntaban de forma oblicua ligeramente hacia arriba con formando un ángulo agudo hacia arriba con su cuerpo. 

Mientras observaba espantado el cadáver escuché un zumbido, como el de una mosca o un tábano, y miré hacia arriba atraído por el sonido. Un trapo blanco y cuadrado caía desde el techo con lentitud, planeando en dirección hacia mí. El pañuelo tenía un agujero circular en medio, lo suficientemente grande como para que al aterrizar mi cabeza entrara por él como si fuera un aro. El trapo se posó sobre mis hombros, como levitando, y mi cuello quedó rodeado por él. Inmediatamente después, mi cuello comenzó a convulsionar y a crujir, hasta que finalmente mi cabeza se desencajó de mi cuerpo. Yo grité sin poder hacer nada. Mis vertebras comenzaron a multiplicarse y mi cuello de hueso, sin carne ni piel, creció inmensamente, hasta que toqué el techo con la frente. Mi cuerpo cayó al suelo, pero mi cabeza seguía viva y mi cuello me permitió moverme por el suelo como si fuera una lombriz. 

Deseé el cuerpo de la criatura y, por un impulso instintivo e intenso, comencé a reptar hacia él. Mi avance estaba limitado, ya que mi cuerpo me impedía desplazarme mucho más allá de la mitad de sus dientes, que alcanzaban algo más abajo de su esternón. Mientras reptaba me enamoré de sus dientes, cambié de opinión y decidí cumplir su promesa por mí mismo. Sin pensar mucho en mis actos, ladeé la cabeza y, con un fuerte golpe y un alarido, clavé mi cabeza en sus dientes. Sus afilados extremos atravesaron mi oído derecho y se atascaron a medio camino. Seguí apretando con ayuda de mi cuello esquelético y atravesé mi cráneo de lado a lado, sintiendo la muerte de mi cerebro al ser taladrado por los dientes. Me detuve cuando los afilados incisivos salieron por mi oído izquierdo rompiendo mi cráneo desde dentro. Yo sentí el inmenso dolor de mi deliciosa acción, sentí cómo mi cabeza sangraba por ambos orificios, pero no morí. 

Aunque me había quedado sordo por obvias razones, escuché el alarido que salió de mi garganta cuando desclavé mi cabeza de los dientes. En vista del imprevisto me tiré de frente contra los filos y atravesé mis ojos sin pensarlo mucho. Grité de dolor mientras apretaba, mientras sentía mis globos oculares explotar y mi cerebro siendo mutilado de nuevo. Nuevamente mi muerte se vio impedida por alguna fuerza malévola externa a mi persona. Sordo y ciego, dolorido y sangrando por todos los orificios de mi cabeza, hice un último esfuerzo y me tiré contra los dientes abriendo la boca. 

Los filos se clavaron en mi garganta y atravesaron mi cuello saliendo por debajo de mi nuca. Me quedé así, clavado y sangrando, asemejándome a un sabroso aperitivo, a una rica brocheta. Después de unos minutos, definitivamente, fallecí y me convertí en comida para mis queridos gusanos cuando vinieron a visitarme aquella misma noche.

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